- Pero ¡claro! ¡Te lo estoy diciendo! ¡Sí que te quiero!-. Las palabras eran distintas pero el tono de fastidio, el de siempre. Mamá, sentada sobre el inodoro y apoyando los talones sobre el bidet, terminaba de dar las últimas pinceladas a las uñas de los pies. Entre la oreja y el hombro sostenía el teléfono, llevaba sólo ropa interior y un gran rulero surcado por ganchos y pelos que iban y venían.
Estaba de espaldas, con la puerta del baño abierta. Yo sostenía el café que solía llevarle antes de que partiera para ese trabajo que la borraba de mi vida casi doce horas al día.
Tenía diez años y la escena permanece como una imagen congelada en mi memoria; fue cuando entendí que los códigos familiares (gritos, insultos, portazos) eran costumbre necesaria.
Papá se había ido hacía algunos meses y mi casa era lo más parecido a un pantano. Antes de echarse a mudar le habló a mi hermano de otra mujer. Yo estaba presente –visiblemente presente- pero la conversación era entre ellos. A mí me anunció oficialmente su partida con una pregunta:
-¿Y ahora quién va a traerme la cucharada de miel a la noche?
Estaba en el colegio cuando mudó sus cosas. Esa misma noche mi hermano destrozó a golpes un televisor, dos cuadros y una guitarra.
Después, el silencio. Un silencio lacerante. No se hablaba de nada, pasado y futuro eran dos palabras prohibidas.
Cada tanto venía mi abuela a increpar a mi mamá. Mi abuela, su mamá, la misma que se desmayó cuando le contó la novedad.
Separados funcionaron peor que juntos. Mamá no sabía cómo manejar las puteadas de mi hermano –más fuertes que las de cualquiera- y papá había concluido en que su vida era un certero sinsentido.
Un día llegó un huevo de pascua de esos que están en la vidriera y que se sortean en confiterías paquetas de tan grandes que son. “Para mis hijos. Lo único rescatable de mi vida” decía la tarjeta.
Al poco tiempo volvió, previa charla con mamá –esa de la mañana en la que se pintó las uñas de los pies y nunca le llegó el café-. Yo respiré aliviada, mamá tenía otro semblante porque, eso era una verdad ineluctable, la soledad la aterraba. Entonces papá empezó a viajar mucho por trabajo. Venía, gritaba un poco y se volvía a ir. Un día tuvo un accidente en la ruta y mamá lo fue a buscar en ambulancia aérea. Con un razonamiento novelesco asumí que, ahora sí, todo iba a cambiar. Papá llegaría de madrugada, mientras yo dormía.
Apenas me levanté, en un impulso primario, corrí hasta su cuarto y entré sin avisar. “¿Qué mierda hacés acá?”, dijo, no sé si por haberlo pescado en calzoncillos o en el medio de una discusión. La vista se me fijó en los puntos que le surcaban el estómago, una anécdota ya olvidada para él.
La vez que escuché “¡Sí que te quiero!” fue la única que lloré por ellos. Y también por mí.
Se separaron, definitivamente, cuando cumplí treinta años. “Podés pasar a buscar tus cosas a partir de la semana que viene” la escuché decir a mamá mientras velaba a mi abuela, en el único momento que papá se acercó a saludarla.
Ivana Dimitrich
Qué buena selección de momentos has hecho Ivana para describir en pocas líneas estas uniones sostenidas por el temor a la soledad.
ResponderEliminarTe felicito
Graciela B