1 de junio de 2011

Imagen difusa

Recuerdo el día que llegué en la madrugada y abrí la puerta del ropero y la encontré, acurrucada, rayando con una piedra frases de Baudelaire. Y me miró. Entonces quedé perplejo, tapando con mis manos las estúpidas gotas que intentaban desprenderse de mis ojos. Verla ahí, tan indefensa, tan solitaria, tan siendo ella, con esos aires desolados que salían por debajo de su traje blanco percudido…        
Cuando se levantó y me observó no pude sostener la mirada; rompí nuevamente en llanto al saber que por más que la tuviese al frente no podría rozar siquiera su enredado cabello. Ella tomó mi cabeza y de nuevo intentó besarme. Pero era absurdo: no había posibilidad alguna de al menos olfatear sus mejillas blanquísimas.
Y llegué a pensar que tal vez era mi prevención hacia el momento el culpable de aplacar en la puerta la daga de aquella deidar olímpica, o simplemente que mi tiempo junto a ella y junto al mundo había llegado a su final.
Ni una palabra. Ni un suspiro podía desprenderse de su boca brillante que alteraba los movimientos de sus labios en tono de desesperación. Tan cerca y a la vez tan alejada; como un retrato, como la simple bocanada que expulsé cuando la conocí. 
Pese a todo intentaba inútilmente cruzar mis labios con su boca, cortar el celofán que envolvía su rostro, pero el entorno y la lógica sinsentido rompían toda ambición por recuperar esa mágia, aquella que nos había hechizado en esta remota habitación.
Me miraba. La miraba. Los sueños despertaban de su encantamiento, intentando esculpir, a lo sumo, un amor que había muerto, que se había evaporado como mi vida, como el viento que me hacía un humilde espectador de su camino a la ventana.
Saber que la había perdido aún sintiendola a mi lado hacía disipar toda esperanza por la vida. Guíaba mi rumbo hacia el licor, hacia la austeridad del tabaco a las tres de la mañana. Con ese humo que aparecía disperso en mis sueños. Ése mismo que en la vida se hacía polvo. Como las semillas de cicuta mezcladas al café a la tardecita que tomaba mirando sus fotografías.
Frente al miedo que surgía cuando llegaba al dormitorio, me aferraba a la idea de poder encontrar su rostro trasparentado, que se fusionaba con el resplandor de las estrellas, al verla sentada tejiendo en el sillón del balcon oscuro, para por lo menos observarla desaparecer como todas las noches, como todas las mañanas, en cada momento que mi corazón la necesitaba y ella emergía de aquella pesadilla sin final.
Calipso… Tan mía y tan de nadie. ¿Desde dónde me mirarás en éste preciso instante en el que estoy ad postas de dejarme vencer por el olvido, de entregarme a las malditas circunstancias de la vida y no aferrarme más a tu recuerdo? El album se está cerrando, y tu difusa imagen será tapada con el velo del pasado, pese a ello en mi corazon siempre existira un trono vacío para que te avecines a su paño. Lo hagas propio. Pues en él se guardará por toda la eternidad un espacio adscrito, que sólo podrá ser cerrado con el eco de tu memoria.

Carlos Rodríguez

1 comentario:

  1. Siempre teme uno que el tiempo borre las imágenes amadas y por eso nos aferramos a los recuerdos. Es un texto sentido y profundo Carlos. Te felicito.
    Graciela

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