1 de junio de 2011

Sin título

Cuando apagué la vela número cincuenta y cinco, mi apetito sexual estaba muerto por el hartazgo y el tedio. Mi compañera se había tomado una botella de vino. De las pocas enseñanzas cursis que pude rescatar de mis lecturas sobre el Tantra y el camino del amor, apenas si quedaba el olor penetrante del sahumerio. Ella se dejó caer sobre el sillón del living con un aire indulgente y fue eso lo que provocó en mí una vaga erección; sí, eso, mucho más que las sabias palabras de Chang y sus consejos orientales sobre el arte del orgasmo y el autocontrol. Me fui sobre su cuerpo y le abrí las piernas con un poco de desprecio y algo de excitación. Le gustó, creí, por la tenue colaboración que dio al prestar sus piernas a la posición de la carretilla. En un crescendo afónico me escuché decirle “tomá, tomá, tomá, perra”. Ella, mientras, gozaba con graves rebuznes, se mordía los labios, y articulaba sin pensar las palabras “Tantra, Tantra...”
Cuando acabé, ella pareció también acordar ese final. Acabar, pensé, es una manera de empezar, es como dar la vuelta al globo para estar en el mismo lugar. Nos quedamos dormidos y nos despertamos, tan ajenos el uno del otro, como esas botellas que, olvidadas sobre los muebles del ambiente, parecían los restos de un naufragio. Estiré el brazo para alcanzar una, y de un trago vacié la mitad de un tinto, cosecha de altura; el candor aciruelado del merlot me acarició como una madre. 
 “¿Cuánto tiempo dormí?”, fue lo primero que dijo. “Media hora, cuarenta minutos, no sé exactamente. ¿Por qué?” “Se hizo tarde, me tengo que ir?” Se levantó semidesnuda, fue hasta el pasillo y tomó el teléfono para pedir un taxi. A los minutos volvió malhumorada y me dijo que mejor salía para ver si tomaba un taxi en la calle. Se terminó de vestir. El trajecito negro con el que había venido, le daba un aire de azafata. Se estaba yendo hacia la puerta de salida cuando dijo “mañana puede que te llame.” “Okey”, contesté con tono de oficinista.
Salí al balcón para verla tomar el taxi.
Lejos –en el pretencioso escenario de la fantasía– los álamos bordean la ruta y se estiran hacia el cielo como agujas. El horizonte, en la meseta, es impune, inacabable, como la riqueza abandonada que Bayley indaga en su poema. Me es habitual fugarme a escenarios lejanos y fríos. Siempre odié el calor católico de mi vida. En cambio, en el Sur, me imaginaba de joven, vivirían esas alemanas o inglesas protestantes que me harían sentir su indiferencia perfecta y su superioridad racial y yo, masoquista, las amaría y acataría de rodillas su eterna sabiduría. Sus pieles blancas como el papel de calcar y sus ojos claros me harían sentir vergüenza de la calidad amarronada de mi prosapia hispana.
Pero mi compañera de recreos que ahora se subía al taxi, no era precisamente una pastora evangelista pregonando en inglés los beneficios de la ética protestante. Era más bien un engendro mal terminado, una imitación de actriz francesa del cine alternativo. Pelo corto, piercing en la nariz. Sin embargo, lo real es lo ideal o algo así. Y ella, con sus visitas benéficas me hacía creer que un poco de mi ego todavía estaba vivo. Hace años había saldado mi vanidad y ahora esta pequeña azafata me salvaba con sus mentiras sobre la libertad y el amor. ¿Cuándo conocería yo a una de esas blancas protestantes que crecen en los valles sureños? ¿No serán versiones gastadas de viejos genes de tercera o cuarta generación de inmigrantes ingleses? En cambio, mi pequeña azafata es una latinita de raíz italiana. Una diminuta máquina de café expreso que en las mañanas, cuando no escapa en taxi por la noche, huele a caramelo recién hecho.

Esteban Zabaljauregui

1 comentario:

  1. Lo bueno si breve...dos veces bueno. Qué lindo final con una imagen que despierta los sentidos.
    Te felicito Esteban
    Graciela B

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